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Hoy no os escribo sobre seguridad alimentaria, tristemente. En el día que nos compete os voy a contar un triste relato, la historia de cómo casi perezco ante un kebab. Lo he titulado Carta al kebab que me sustituye”:

Me hallo semi-moribundo luchando contra la indigestión y el dolor de íleon. Nunca más, jamás me vuelvo a comer un kebab, y menos por la noche. Ayer tuve la brillante idea de dejarme seducir por la lujuria que emana ese dicharachero preparado alimenticio oriental.

El hambre me pudo, y tras unas dudas que se resolvieron a los escasos minutos cogí el teléfono y me lancé vigorosamente a telefonear al establecimiento oportuno cual Sergio Busquets a la protesta arbitral. Pedí para que me lo trajeran a domicilio, como un señor pero sin anillos. Lo que no sabía es que ese acto haría que mi vivienda se convirtiese en una tumba gastrointestinal. El repartidor llegó más bien pronto que tarde, como diría el señor Melendi pero al revés, y tuvo su recompensa, 10 centimazos de propina para comprarse un flash o un par de gominolas. Cerré la puerta y me dirigí hacia la cocina a cometer mi más brutal fechoría nutricional.

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Lo devoré. El kebab fue ingerido sin mesura, sin control dietético alguno. Disfruté como un auténtico cochino revolcado en el fango. Pero la felicidad duró poco.

A la mañana siguiente sentía punzadas estomacales, malestar general y ganas de dejar esta realidad. Esta mala experiencia me hizo reflexionar: si tengo altos conocimientos de nutrición…, me dedico al mundo de la alimentación…, y por lo tanto sé de sobra lo anti-saludable que puede llegar a ser un kebab (y más tomándolo en la cena), ¿por qué diablos lo pedí? La única respuesta que hallé es que soy imbécil.

“Hay por ahí ahora un virus del estómago” me dicen algunos agradables y optimistas compañeros de profesión, pero no. Ojalá fuera eso. No hay virus que valga para este pobre trofollo.

Propiedades nutricionales del kebab

Un kebab tiene más calorías que el cocido de tu madre, que el queso y que el mismísimo Donald Trump. Este alimento típico de Turquía ha calado hondo en los corazones y los estómagos de todo Occidente a lo largo de los últimos años. Su sugerente forma, su turgencia y sobre todo su sabor inigualable lo convierten en el pecado vespertino más bonito conocido y habido por conocer.

Estamos hablando de unas 1000 Kcal por cada kebab, una auténtica, grasienta, y bien calificada como bomba calórica, el Fukushima de lo alimentario. De pollo o ternera, mixto, con picante, con queso feta, o hasta con esencia de unicornio son sólo algunas de las atractivas variantes que te incitan bocado tras bocado. Me está entrando hambre. Ahora me ha dado angustia.

Ya ni hablar del contenido en sal, tal cantidad equivale a la recomendada para un adulto de forma diaria, un disparate sódico.

También merece cierta mención honorífica la calidad de la carne que contienen los exultantes kebabs. ¿Soy el único que masticando un rollo o “durum” se ha encontrado en su boca algo pétreo, firme y más rocoso que el sistema táctico del Atlético de Madrid? Ni pollo ni ternera, a saber de qué especie proviene ese mazacote de grasa, tejidos conjuntivos y elementos sólidos extraños…

Sé que este artículo no tiene mucho de educativo, no vais a aprender nada de aquí más allá de mi agonizaje, pero es algo que tenía que hacer. Estoy delirando, tengo una angustia que me muero, y sí, quizá sea eso, sólo un virus de estómago, o quizás no.

Conclusión: comed pizza, que lleva mucho queso.

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2 COMENTARIOS

  1. Lo siento muchacho, espero que estés mejor, si yo fuera tu madre te diría que pasaras por casa a por unos omeprazoles, comida sana y papel higiénico, pero tu mal trago ha servido para que vuelvas a escribir, hay que encontrar la parte positiva de todo. Espero que ya te encuentres mejor ocurrente bloguero, soy tu fan n° guan.

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